Seguro que ya lo escribí aquí, porque lo digo muchísimo, pero es una de esas verdades casi absolutas: la vida devuelve y la maternidad también.

Y aunque ninguna somos madres que esperan algo a cambio en esta ingrata labor, los hijos tienen esos momentos en los que, aunque no se den cuenta, te regresan un poco o mucho y te dan fuerza para seguir y seguir, porque sabes que estás haciendo las cosas bien.

Les cuento. Terminamos la aventura con el yeso, ¡por fin!, y ahora estamos con los ejercicios para recuperar al cien el movimiento del brazo. Nada complicado, pero necesario. Primero la visita al doctor, con sus nervios y emoción correspondiente, fuera yeso y después llegó la primera ronda de ejercicios. Veinte minutos que fueron un poco difíciles para el chiquillo que aún no podía estirar bien el brazo. Pero lo logró.

Entonces el momento…  Antes de dormir, se acerca y pide que le ponga la pijama por última vez, porque ya no es necesario que lo ayude si tiene las dos manos libres, me ve y dice: “mamá, gracias por hacerme los ejercicios”, seguido por un sentido abrazo. Y como si no fuera suficiente se le llenan los ojos de lágrimas y otra frase: “también gracias por llevarme a que me lo quitaran (el yeso), no sé porque estoy llorando pero es que siento muy bonito”. Uff y más Uff. Esta mamá derretida, sorprendida con ese gesto tan espontáneo y sí, obvioooooooooo, con lágrimas en los ojos. Y al final un pensamiento de “algo estoy haciendo bien que él comienza a ser una persona agradecida”. Claro que no tenía que darme las gracias por cuidarlo, es decir, lo hago porque es mi misión en la vida, porque lo amo, es mi responsabilidad y todo eso. Pero que le haya nacido me hizo sentir orgullosa de él y sí, también orgullosa de mí.

Es como si de pronto pudiéramos ver en este tipo de detalles el ser humano en que se está convirtiendo. Porque cuando son niños chiquitos todo es atender, cuidar, empezar con los pininos de la educación, pero no se esperan resultados inmediatos y tienes la sensación de que pasarán años antes de que puedas darte cuenta de la persona que mamá y papá están formando.

Y como si se tratara de un fin de semana de lecciones, escuché a alguien decirle a mi hijo que no había caído tan en blandito porque le tocó “una mamá estricta y que no es tan barco”. Lejos de sentirme criticada, me dio mucho gusto escucharlo. Otra vez me sentí muy fregona de saber que me ven así, como una mamá que pone límites, que no es permisiva, que entiende que consentirlo, quererlo y apapacharlo es importante pero que sabe que los límites y las reglas son amor y que no sólo parezco mamá consentidora, si no que puedo ser sargento del ejército cuando es necesario, porque, de verdad, a veces creo que sí soy medio barco y me agobia, pero parece que no tanto. ¡Uff! Qué respiro.

Terminé el fin de semana con lo que para mí fueron unas palmaditas de reconocimiento en la espalda y el ego de mamá un poco inflado.

Suelo ser bastante humilde en esas cosas, pero también he entendido que no tiene nada de malo reconocer o que nos reconozcan la labor diaria. Porque en este largo trayecto que tiene sus obstáculos, está bien detenernos para reconocer nuestras fallas, sí, pero también nuestros aciertos. Se vale sentirse mamás pavorreal y que nos demos chance de ver que estamos pasando la prueba con estrellita.