Voy a sonar como persona muy mayor pero, en serio, “parece que fue ayer” cuando estuve embarazada y había un bebé en casa. Bienvenida realidad, el tiempo pasa, la vida también y ahora tengo un hijo que está por entrar a primaria.
Las etapas de la vida otra vez, como si te estrellaras en la pared. Ya ni siquiera debo decirle preescolar. Sufro. Tiene 6 años, se comporta de pronto como uno de 14, habla como si tuviera 20 y razona como si tuviera 30, o sea que ya es niño grande de verdad.
No te das cuenta en qué momento pasó de ser un mini a ser un maxi. Y ahora irá a la escuela grande: menos palitos y plastilinas, más tareas reales, exámenes, menos consentimiento y el mundo le cambia a él y a sus padres.
Y eso que aún no es la dichosa “graduación”. Esa ceremonia de la que solía decir (obvio antes de tener un hijo casi graduado) que era una “cursilería”, porque ¡Cómo niños de kínder con toga y birrete! y ¡recibiendo diplomas! Ahora que lo voy a vivir, me parece que es una ceremonia obligada, apenas a la altura de lo que significa que el niño pequeño dé ese paso enorme. Y seguro además voy a llorar como si acabara la carrera de médico con mención honorífica y le voy a tomar unas 100 fotos en su papel de graduado y si me descontrolo hasta hago brindis o, bueno, desayuno para celebrarlo.
Por si fuera poco, en la escuela pidieron fotos de sus logros y etapas desde bebé, entonces empecé a llorar desde que me puse a elegir las imágenes. No quiero imaginarme el día del evento. Otra vez comiéndome mis palabras y mis burlas de la etapa “soy la mejor mamá, porque no soy mamá”.
Para no sentir que el niño pequeño se está esfumando me aferro a sus ocurrencias y a su inocencia. Porque sigue sorprendiéndose con cosas que para los adultos son comunes, sigue diciendo cosas chistosas como voy a hacer “gorgoreos” en lugar de gárgaras, tiene puntadas que nos hacen reír a carcajadas y sigue deseando que un día haya una escuela de magia como Hogwarts de Harry Potter para estudiar ahí. La infancia, su infancia, es mágica y se me apachurra un poco el corazón de pensar que un día terminará, aunque lo que venga sea también nuevo y emocionante.
No es sólo un lugar común. Es una realidad. Nada más crudo y prueba fiel de que el tiempo pasa rápido y no perdona que ver crecer a los niños y darte cuenta que, en serio, no dura nada el tiempo que son pequeños y, como dicen, cuando son chicos, problemas chicos pero cuando crecen y son grandes… problemas grandes.
Así que esta madre, después de la nostalgia sabe que tiene que seguir dándole tiempo al disfrute porque no hay nada eterno.