Primero, un susto de esos que no se olvidan y a la mañana siguiente, un hueso fracturado. En palabras del niño de cinco: “Todo es culpa del temblor. Si no hubiera temblado, hubiera ido a la escuela, no me hubiera caído jugando en la casa, no estaría roto el brazo y no traería yeso”. Soy gran admiradora de su manera de comprender y construir la realidad, su realidad.

Y para esta madre volvió el miedo y afloró la angustia, esa que es permanente desde que nació tu hijo y no se quita, pero se deja ver en situaciones como un temblor o una caída que dejó algo más que un raspón.

Estando en urgencias en un hospital donde todos los pacientes son niños, se te apachurra el corazón y te dan ganas de ir a abrazar a la mamá de al lado que está con su hija adolescente o a los papás que están a dos cubículos con su bebé. Trato de no cuestionar mucho ese tipo de situaciones, porque entro en una especie de confrontación personal con mis creencias, porque sigo pensando que no hay nada más injusto en la vida que un niño enfermo.

Aun así, estando ahí, sabiendo que hay quienes tienen una preocupación mayor que la tuya, te sientes un poco sola contra el mundo. Porque después de atender la emergencia, consolar al chiquillo, escuchar al doctor decir la palabra fractura, sentir que la computadora donde les enseñaban la radiografía se iba a negros, pero oírlo matizar diciendo es una lesión leve que no requiere cirugía, de escuchar al herido llorar y llorar por dolor y nervios, y al final salir del hospital y saber que todo está bien, ¡Pum! te derrumbas, porque sabes que nadie sintió lo que tú, porque pasaste de la preocupación, a la determinación, el miedo, la impotencia, las ganas de cambiarte de lugar por el chiquillo, la tranquilidad, el agradecimiento, la paz y el regreso a la que será nuestra normalidad el próximo mes. Aunque hay infinidad de compañeras del gremio que se sienten o se han sentido así, no estaban ahí para poder verme en sus ojos y consolarme.

¡Vaya que somos compañeras del mismo dolor!, una noche después, en el mismo hospital, en las mismas urgencias, una de mis amigas pasaba momentos de angustia porque su hija de tres años traía una de esas fiebres temblorosas. Por eso, mamás, las admiro, aplaudo y neta que las abrazo aunque sea virtualmente. Son inmensas las pruebas que la vida nos pone  y mucho más inmensa la manera de mantenernos firmes ante las adversidades y superar los obstáculos.

El lunes que pasé a la escuela por el herido se volvía a estrujar mi corazón cuando me dijo: “Estuve feliz-triste porque no me siento tan yo”. Eso hace un yeso en un chiquillo, que, ¡claro!, después de esa reflexión estuvo jugando toda la tarde como si nada y se ha adaptado bien a estar con el brazo derecho inmovilizado.   

El temblor dejó en lugares como Oaxaca y Chiapas desolación, y mi experiencia no se compara con lo que están viviendo miles. Por eso, a pesar de los pesares, agradezco y me siento afortunada. Aunque para una mamá a veces no hay peor drama que el propio.