Estábamos platicando acostados en su cama de que mamá tenía una bola en el cuello y la tenían que sacar. Hablar de doctores y hospitales con niños siempre trae consigo los temores propios. El mío a su corta edad, identifica perfecto de qué se trata el asunto. Sobre todo porque le ha tocado vivir enfermedades cercanas o pérdida de familiares y ver a sus papás ir a más de una despedida (velorio) de alguien.

Entre eso y que está en la edad del miedo a la pérdida, el abandono, entender la muerte, y los porqués, supongo que sí se sacó de onda cuando platicábamos. Y aquí vamos de nuevo, a tratar de darle una explicación que lo deje satisfecho y lo calme, pero que no sea muy extensa y sin darle información que no alcance a procesar, pero que tampoco le oculte la realidad, sin sonar muy cruel. ¡Uff!, complicado, ¿no?

En resumen, decirle que todos nos vamos a morir un día, pero que mamá no pensaba morirse ahorita, ni creía que eso pasaría y la afirmación de que sin importar de qué manera o en que plano yo siempre estaría cerca de él. Creo que fue más difícil para mí decirlo que para él escucharlo.

En el fondo ese tipo de situaciones me hacen recordar uno de mis mayores miedos, que seguro comparto con más de una integrante del gremio. No estar para él, no verlo crecer y no acompañarlo en sus “etapas básicas de desarrollo”, que aún no tengo claro cuándo acaban. Uno de los tantos temores que nacen junto con tu hijo.

Por otro lado, te topas con el dilema o mejor dicho, con esa extraña regla no escrita de que las mamás no podemos enfermarnos o sentirnos mal, porque hay un desequilibrio en la fuerza, pero sí pasa y es todo un desafío, del que seguro escribiré más adelante.

El día de mi cirugía, hace exactamente una semana, mi hijo me acompañó hasta la puerta del hospital, empezó a hacer preguntas. Si para “cortarme el cuello” me iban a quitar toda la ropa y “también los chones”, “¿De qué color es la bata que te ponen?”, si el doctor de la foto afuera del hospital era el mío. Cuando nos despedimos me dijo: “Fotos, toma muchas fotos”. Él sin saberlo siempre termina las cosas de la mejor manera y claro, me reí mucho.

Y en tres días, creció como tres años. Qué cierto es aquello que dice que nosotros somos quienes los limitamos o les impedimos, sin querer, crecer. El día que regresé a casa se fue a acostar a su cuarto sin reclamar, cosa que muy rara vez pasa, y a la mañana siguiente, a las 7 que le amaneció, por primera vez en la vida un domingo no fue a buscar a alguno de sus papás. ¡Los milagros existen!. Se fue solo a la sala, prendió la tele, se llevó sus juguetes y estuvo dos horas sin pedir nada. Ya me habían dicho que eso pasaría un día pero lo veía lejanísimo y también llega ese sentimiento contradictorio, el del gusto-nostalgia, porque se vuelve más independiente, lo que significa que definitivamente ya no es un bebé. Así de incongruentes somos las mamás a veces. Te encanta pero te pone triste.

Entonces un día cualquiera, aunque no común, recibes una de esas lecciones que dan los hijos porque saben, entienden, son gentiles, comprenden al otro y siempre superan nuestras expectativas.